sábado, 29 de septiembre de 2012

A mi me daban dos. O la maldición del yogur.

Hace una semana estuve visitando Madrid. Me está mal decirlo pero es la verdad, era la primera vez que iba. Sabía que tarde o temprano acabaría yendo, pero no había tenido jamás ninguna prisa. No obstante, de un tiempo a esta parte mis motivos empezaron a coger más fuerza. Amistades varias me hablaron de lo mucho que les gustaba la ciudad y de que era obligatorio visitarla. También añadir que entre mis amistades se encuentra una chica que vive allí, y puesto que nos conocimos digitalmente a través internet, la excusa perfecta para ir a Madrid estaba en mis manos.

La anécdota en cuestión narra la breve y no interesante história de cómo el Domingo, acabamos comiendo sin yogur.

Era un Domingo soleado y con viento. En el barrio donde vivía mi amiga Polon, la gente aprovechaba para tomar algunas cervezas en las terrazas de los bares, pasear y gozar del día. Polon me pidió si me podía acercar a la tienda de debajo de casa a por yogures. Ya el Viernes me había advertido: quería llevarme a comer carne árabe. Como no habíamos ido aún, sugirió que prepararía ella misma un plato de "Kefta" para comer. Con cuatro hamburguesas, tomate, cebolla, y especias varias, preparó una masa de carne picada. Luego puso rodajas de tomate cebolla y también patata por encima y lo metió en el horno. A media cocción le quitó el agua para evitar que la carne se cociera, y después de un rato más de horno, se sacaba, se servía con yogur natural y aquello era un manjar digno de los Dioses (Chuck Norris, Son Goku, Spaghetti monster y compañía).

Hacía falta yogur. No teníamos, así que baje a por yogures a la tienda de debajo de casa. Desafortunadamente la señora de la tienda no tenía yogures. Después de 10-15 minutos de explicación de porqué no tenía yogures, con sus porcentajes de ventas, consumo de electricidad, caducidad versus sanidad y alternativas de riesgo como tener que comerse ella los yogures caducados en casa, para amortizar su inversión en la medida de lo posible, todo ello con un tono de lástima que hacía incómoda toda la explicación, por fin entró alguien más a comprar algo y aproveché el momento para retirarme del simposium sobre el yogur que caduca.

Seguidamente pensé en acercarme al bazar de los chinos. Ellos, como en tantas otras ocasiones, me salvarían y no volvería a casa con las manos vacías. No conocía el barrio, pero sabía que había un bazar chino cerca, lo podía oler. Di un par de vueltas buscando plazas o lugares estratégicos y lo encontré. Evidentemente, a las dos del mediodía de un Domingo ellos tenían abierto. Entré, saludé y me fui a la nevera a por yogures. No había yogures allí. Le pregunté por los yogures al dependiente, y me dijo en ininteligible castellano que tenía yogures de esos que se conservan al natural, sin frío. Fui a buscarlos y cual fue mi sorpresa al ver que tenía los yogures sí,  pero todos eran de frutas o sabores varios! Mi hoja de misión especificaba claramente que tenían que ser yogures naturales no azucarados. Para ese plato exquisito no eran admisibles los sabores dulces. Volví a casa con un sentimiento de incumplimiento importante. Polon dijo que eso no podía ser de ninguna manera. (EPICMODE:on) Y así es como emprendimos una cruzada juntos, por todo el barrio en busca del legendario yogur natural, que se decía que sólo los elegidos hallarían, después de sortear infinitos peligros. (EPICMODE:off). Preguntamos en bares, restaurantes, vecinos y gente por la calle. Nadie. Nadie tenia un p*,.. un maldito yogur. Y por si fuera poco estábamos en el único barrio del país que no tenia ningún kebab. Un puesto de kebab nos habría salvado, porque siempre tienen salsa de yogur. Volviendo cabizbajos y sin hablar Polon vio en el suelo algo que parecía un yogur. Desesperada como estaba, salió corriendo esperando encontrarlo sin estrenar. Era una ilusión óptica. No sólo estaba vacío, sino que encima era de fresas.

Aquel día comimos sin yogur. Kefta sin yogur. No crea el atento lector el tono derrotista mantenido en líneas previas, pues el almuerzo fue todo un festín. Estaba buenísimo, la carne era sabrosa, jugosa, la cebolla cocida en su punto, el tomate conservaba su sabor y en su conjunto, no puedo definirlo más que como gastronómicamente orgásmico. Increíble. Comimos, repetimos, y volvimos a repetir, hasta que se acabó. Nadie se acordó del yogur nunca más, excepto para usarlo como excusa para repetir otro día "- Habrá que probarlo con yogur eh?".


Tan bueno estaba que ni siquiera le hicimos una foto.

Cuando lo intente yo en casa y la queme, pondré otra entrada, esta vez con yogur. 


lunes, 10 de septiembre de 2012

Domingueando que no es poco

Reproducir y leer.

   

Después de un Sábado de altos vuelos, el Domingo amaneció sin que me diera cuenta. Mis planes para ese día se habían aplazado y no tenía nada que hacer, así que me desperté pasado el mediodía con mucha calma. Toqué un poco el piano, pero sin ninguna pasión, sólo por darle los buenos días pero poco más. Decidí no desayunar porque en poco rato ya sería hora de comer (eso en España, en el resto de Europa hacía más de una hora que se estaba digiriendo el almuerzo).  Llamé a una amiga y nos contamos cuatro superficialidades que me importaron más bien poco y, para cuando colgamos, me quedé con ganas de haber hablado con ella pero de cosas importantes de verdad. Comí una ensalada sin mucha gracia y me tomé un yogur sin azúcar ni nada. Por algún motivo que nadie comprende, me gusta el yogur natural, fresco y ácido como es. 

La tarde fue más aburrida si cabe, miré una película en el ordenador, busqué un par de cosas en Internet acerca de creación procedural de edificios en 3D, y no encontré nada que me gustara. No quería salir, no quería estar en casa, no había con quien quedar, y todo parecía inútil, improductivo e inapetecible. A eso de las ocho y media ya estaba harto del día, asqueado de la vida, desganado de todo. Vi a Linira conectada des de Canadá donde había logrado un puesto de trabajo y se había ido dejándonos a todos aquí, abandonados a nuestra suerte. Le comenté mi estado de humor y sin pensarlo dos veces me mandó la ubicación de un sitio al móvil. Me dio la opción de ir a ese sitio desconocido. Empezaba a ser tarde y no me apetecía nada, pero algo en mis adentros me dijo que probara, porque esa moza nunca hacía las cosas sin un motivo de peso. Así que le dije "me voy" y cerré el portátil y me largué en busca de ese lugar. 

El sitio en cuestión se encontraba en el centro de la ciudad, y como no me apetecía perder mucho tiempo, cogí el metro para llegar un poco antes. Al ser las últimas horas de un Domingo de verano, los metros que iban hacia el centro no llevaban mucha gente, pero los que volvían del centro estaban bastante llenos de gente que volvía a sus casas. "Para cuando llegue no van a quedar ni las calles" pensé. Salí del metro y me aventuré en una calle sin estar seguro de si llegaría pero tampoco me importó demasiado. Aún había algo de ambiente en las calles y la temperatura era bastante agradable por lo que me sentí bastante cómodo. Durante el trayecto llevaba puestos los auriculares con Skyline de Tiersen, música que le dio a toda la experiencia un sonido muy especial.

Al parecer me orienté bastante bien porque sin apenas equivocarme llegué casi sin darme cuenta al sitio en cuestión : 

Plaça del Pi - Barcelona

 Linira llevaba razón, si en medio de una ciudad había un pino que se había ganado a pulso el nombre de la plaza donde estaba, aún estando enfrente de una catedral imponente, yo no podía ser menos. Nadie se fijaba en dicho árbol. La gente estaba en las terrazas, con lo suyo, o haciendo fotos a la catedral, o simplemente pasando de largo. No era motivo de idolatría, no estaba de exposición. Los del bar usaban su tronco para pasar el cableado electrico de la terraza. Era un árbol servicial. Un pino que alguien en su día puso allí, fuera de su hábitat natural, y este sobrevivió y logró hacer un poco mejor las vidas de quienes viven o pasan por allí, ofreciendoles sombra y algo de verde para contrastar. Algunos pocos se dieron cuenta y lo apreciaron como yo lo aprecié en aquel momento. Simplemente yo quería ser ese pino. 

Cuando me quise dar cuenta, estaba de pie en medio de la plaza, mirando un árbol, con una estúpida pero justificadísima sonrisa en la cara, y una sensación de paz indescriptible.  Le mandé un mensaje a Linira agradeciéndole de todo corazón que me hubiera salvado la tarde y el día de perros que llevaba, con tan poco esfuerzo y tanta eficacia. Creo que me conoce mejor que yo mismo. 

Finalmente volví a casa con una cara totalmente distinta con la que salí y después de cenar me puse a preparar la que, seguro, sería una semana muy interesante en todos los aspectos.